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049 – Las Reglas

    Historia Roja

    En esta cuarentena, una de las cosas que me mantienen a flote es la esperanza. Super cliché,  lo sé. Quizás menos clichoso, pero no necesariamente, es que mi esperanza está puesta en un sueño muy específico, y es el hecho de que nada volverá a ser lo mismo jamás, casi en todos los aspectos imaginables. El cambio que me mantiene emocionada, es el final de muchas reglas invisibles por las cuales nos hemos regido por años, casi sin pensarlo: “para trabajar, necesito una oficina”, “para recibir tal servicio, necesito ir a tal lugar”, “nunca me hará falta sembrar comida, para eso trabajo”, “el maestro de mi niño no tiene paciencia”, “debo buscar quien cuide (y críe) a mi niño, no puedo trabajar con él”. Hace unos dos años, andaba pensando en las reglas y metas que son mi norte, y cómo llegaron a mi, y yo a ellas.

    Podría decir que actualmente vivo bajo una sola regla y tengo dos metas principales en la vida, que aplico a todo.  Mi regla es no tener reglas y mis dos metas son la felicidad y el amor. Eso es todo, no me interesa más ninguna filosofía ni complicación.  Claro, que a veces uno resumiendo tanto puede llegar a complicarse más, pero creo que cuando terminamos complicados es porque no hemos resumido bien y debemos hacer otro intento de resumen, o al menos ha sido mi experiencia, cada vez.  

    No siempre fui así, me crié en una casa bajo una filosofía hiper católica conservadora, y tan estricta fue mi crianza que me tomó 24 años hacer las paces hasta con mi sexualidad por creencias que se me habían arraigado un poco de más, diría ahora.  En mi casa se rezaba (bueno se reza todavía, pero ya no participo) el rosario todas las noches, y se iba a misa todas las semanas (también todavía). Hace 10 años, mi vida dio un giro inesperado, y empecé a dejar poco a poco atrás todas esas costumbres con las que me crié, sin tomarle odio ni intentar arrastrar a nadie conmigo (para no repetir lo que pasó conmigo), y desde ese momento empecé a respetar las creencias de los demás, desde una distancia que me permitía dejar aflorar mis nuevas creencias (que de cierta manera no eran tan nuevas nada, siempre estuvieron ahí, con miedo de salir a pasear, como nos pasa a tantos).  

    Unos tres veranos más tarde, comencé a estudiar religiones por mi cuenta, empezando por el rastafarismo y terminando con una que me había enseñado una monjita de la escuela en la que estudié, el budismo.  Mientras más leía de tantas cosas diferentes, más me parecía todo lo mismo, y más claro me quedaba el mensaje que solo entre líneas quedaba en medio de los rosarios y las misas a las que me sentía obligada a ir.  Por primera vez, me sentí comprometida por voluntad propia a una creencia, y a compartir lo aprendido, a través de mi ejemplo y mis historias, y no a través de la conversión o la reunión. Justo ahí, hace 10 años pero en verdad 7 años, hice mi compromiso con la felicidad y el amor, que fue como mejor pude resumir todo lo que aprendí ese verano.  También me prometí que no volvería a permitir que una regla impuesta o autoimpuesta interfiriera con esas dos metas principales, y dejé de sentirme mal por salirme de las rayas que yo misma trazaba de vez en cuando. 

    Después de eso, mi afinidad por la ruina se intensificó, y tomó un giro hacia los espacios sagrados de la antigüedad, y quise conocerlos todos (misión actual y meta principal de los viajes de los últimos años). Al final del día, somos todo lo que aprendieron los que estuvieron antes que nosotros, o por lo menos así lo he sentido yo, y así he vivido mi lado “espiritual” durante los últimos años.  Y pongo “espiritual” entre comillas, porque para mí no es un lado de mí, ya a estas alturas, siento que todas las versiones de mí misma se entrelazan todo el tiempo, y no hay manera de que una se manifieste sin la otra. Diría yo que esa cohesión es la más grande lección aprendida en estos años. Algo que recordaba con molestia, y ahora con ternura, es a mi mamá acelerando el carro para llegar a tiempo a la misa, sin darse cuenta de que había un charco y que alguien terminó todo mojado en su afán por llegar a tiempo.  Quizás debemos permitirnos llegar tarde si se trata del bienestar y la felicidad del otro, en mi opinión, es un acto de amor, y en mi experiencia, me ha ayudado a traer bienestar y felicidad a mí misma como consecuencia. Por eso, ya no le presto tanta atención al reloj, por dar un ejemplo, y lo más cabrón es que a veces lo miro y marca la hora exacta que pienso que es. El dejar de darle tanta importancia ha hecho que se entrelace conmigo; cosa loca, a veces pasamos tanto tiempo intentando, y cuando decimos “pa’l carajo”, viene y se da lo que tanto necesitábamos o queríamos. 

    1 de septiembre de 2018

    Quizás al final de todo esto, creemos nuevas reglas absurdas por las cual se regirá la sociedad, pero por ahora, me queda la esperanza.

    Y tú, ¿qué reglas tienes?  ¿Me las cuentas?

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